La vendedora, una señora gorda y canosa que con una barba habría pasado por Papá Noel, me dijo que los pañuelos eran de La India. Yo lo sabía, pero ella insistió en explicarme que eran delicados, que a una mujer le bastaba llevarlos atados alrededor de la cabeza para embellecerse. Pero también dijo que eran un mal obsequio de Navidad, porque una superstición decía que la persona que recibía de regalo un pañuelo acababa por enemistarse con quien se lo había regalado.
Eran las diez y media, faltaban dos horas para Navidad y yo nunca había sido supersticioso.
Además, cientos de veces había visto esos pañuelos alrededor de la cabeza de Camila y había sido yo quien se los había regalado, uno tras otro, en cualquier día del calendario, para compensar mi pertinaz olvido de las fechas que tanto significaban para ella.
Durante los dos años que estuvimos juntos jamás llegué a comprender el cariño que tenía por las efemérides. Me parecía absolutamente tonto que me torturara molestándose y haciendo rabietas porque yo no recordaba exactamente el día en que nos habíamos conocido. Sabía, claro, que había sido en la casa de Iris, su prima, una guapa economista que trabajaba conmigo en la financiera, pero nada más.
En cambio, Camila recordaba muchas cosas que no significaban nada para mí: como el día en que le dije por primera vez que la amaba, la fecha en que tuvimos nuestra primera pelea, la tarde en que le hice el primer regalo o el día exacto en que hicimos por primera vez el amor. Y todo esto quería celebrarlo cada mes y yo me ahogaba de tantas efemérides y tontas celebraciones. Sobre todo porque entonces estaba obsesionado con mi trabajo. Quería llegar a la gerencia financiera antes de cumplir los treinta y cinco años. Estaba seguro de que podía lograrlo. Había hecho ganar mucho dinero a la empresa, primero con mis informes, y después con mis inversiones, cuando tuve la autorización para hacerlas.
Dedicaba todo mi tiempo, en la oficina o en mi casa, sentado frente a mi computadora, a analizar empresas, a descubrir las verdades ocultas de un balance semestral. Construí alrededor de mí un muro de ojos que esperaban demasiado de trabajo. Al principio no sentía presión alguna, sólo el halago de ser observado con atención. Me alejé de todos los que en la oficina tenían cargos inferiores al mío, salvo si podían proporcionarme datos valiosos. Parte de mis ganancias, en la bolsa o por mi sueldo, las invertí en hacerme socio de un par de clubes a los que asistían propietarios de las empresas que yo analizaba.
Sólo Camila conseguía sacarme de ese mundo de cifras para meterme en otro más ligero, flotante y vital. Me llevaba al cine, a la playa, o a tomar una cerveza en cualquier bar. Lo mismo le daba el Superba de Lince, lleno de borrachos enternados, o La Noche, poblada de chiquillos y también de artistas y escritores y periodistas a muchos de los cuales Camila conocía y que tenían en común con los parroquianos de los bares de Lince el estar también siempre borrachos.
Me sorprendía que no le importara el lugar a donde fuéramos. Ella encontraba conocidos en todas partes. Lo mismo sucedía con las discotecas. Podíamos estar en las de moda como el Bizarro o el Bauhaus o en las olvidadas, como el Ebony o La Monella.
—No me importa a donde vaya —me dijo un día— si tú estás conmigo.
No era tan cierto, pero era cierto. En realidad, Camila andaba por la vida examinando a los seres humanos como los entomólogos observan a los insectos. Lo mismo le daba hablar con un peluquero que con un dentista, con un periodista que con un barman. Todos tenían algo qué contarle, todos tenían una historia que ella quería escuchar.
Cada parte de su cuerpo y su personalidad me fascinaba. Era exactamente lo contrario a mí, o quizá no lo contrario, tal vez un complemento que no supe anexar, que no me di cuenta que necesitaba incorporar para siempre a mi vida.
Una tarde llegó a la oficina con un André helado, un espumante californiano que tomábamos cada vez que ella tenía algo que celebrar. La vi parada en la puerta de mi oficina, con esa botella y dos copas en las manos. Yo quise sonreír, juro que quise sonreír, como lo había hecho en otras oportunidades ante una de sus tiernas impertinencias. Pero no era la tarde apropiada. Las cosas no me habían salido bien esa semana. Había realizado una operación riesgosa, sin pasar un memorando a mi superior, y había fallado. No era tan grave, en realidad, pero era evidente que me había querido pasar de listo.
Quizá por eso, cuando la vi allí parada, con esa botella perlada de gotitas como si acabara de sacarla del refrigerador, sólo atiné a pensar que había olvidado nuevamente una de sus tontas fechas, con lo que quedaba claro que no era únicamente un inútil para las finanzas, sino también un perfecto imbécil desmemoriado. Y se lo dije. Y añadí otras cosas. Y le pedí que de una vez por todas dejara en su casa ese horrible defecto profesional de andar recordándolo todo.
Camila, no lo he dicho, era una eficiente productora de televisión que además de imaginación tenía en el cerebro una memoria prodigiosa donde almacenaba datos que luego usaba para proponer temas novedosos. Y las efemérides eran un recurso del que echaba mano para producir programas especiales del tipo entrevista por el Día de la Mujer; videoclip por el día en que murió Lennon o documental por el día en que nació Hipólito Unanue. Y en esa memoria tenía almacenada, además, una serie de fechas que eran pertinentes a nuestra historia personal.
Pero aún después de mi exabrupto no dejó de sonreír. Me miró largamente, tomó asiento y dijo con tranquilidad:
—Nuestro hijo tiene un mes. Y eso tenemos que celebrarlo.
Me senté y la miré. Por un momento me desconcerté. Le pregunté si estaba embarazada y ella dijo que sí. Enseguida sentí rencor.
Mi vida profesional estaba a medio camino, bien orientada, pero todavía a medias. Y ella lo sabía.
Mi padre había muerto un año atrás y mi madre y mi hermana menor dependían de mí. A mi hermana le faltaba todavía un ciclo y medio para recibirse de ingeniera, había sido becada parte de la carrera, pero el año en que mi padre se debatió entre la vida y la muerte la había desestabilizado de tal manera que la perdió. Además, mi padre nunca había pagado seguro alguno, de manera que su cáncer consumió gran cantidad de los fondos que él había ahorrado. Incluso tuvimos que vender la mitad del local donde funcionaba su factoría y parte de la maquinaria.
Sentí rencor por la desconsideración de Camila, y por lo sencillo que le parecía todo. Ella había nacido en una casa donde siempre hubo dinero. Pensé que no tenía la menor idea de lo que para mí significaba el esfuerzo que estaba realizando. Le eché en cara su superficialidad, su desatino, su descuido. Toda la culpa se la atribuí sólo a ella y le dije que no podíamos tener ese hijo.
No me respondió. Sólo vi que sus ojos se humedecieron. Luego se puso de pie y se marchó.
No intenté seguirla, pensé que más tarde hablaríamos. Yo tenía que afrontar el problema financiero en el que me había metido, informando primero a mi jefe inmediato.
La llamé al día siguiente, pero no la encontré. Los siguientes días fueron iguales. Debí buscarla con más insistencia, pero no tenía mucho tiempo, además de las horas que dedicaba a superar mi error y en hacer nuevos méritos, se acercaba el maldito fin de año y había que preparar el balance general con gente que ya comenzaba a sentirse en medio de una fiesta.
Eran días tortuosos, analizando cifras que me proporcionaba cada una de las oficinas que dependían de la mía. Cada cierto tiempo intentaba comunicarme con Camila, la llamaba a su casa y a su oficina, pero nadie me daba razón de ella.
En las calles, en la casa de mi madre, en la misma oficina, todos parecían más preocupados en adornar sus ambientes con guirnaldas, pinos de plástico o nacimientos. Quisieron meterme a un intercambio de regalos pero me rehusé.
Por fin llegó el 24 de diciembre. Habían pasado tres semanas desde la última vez que vi a Camila. Esa tarde decidí ir a buscarla al canal. Allí me dijeron que estaba en la clínica Italiana. No supieron decirme por qué, pero yo lo intuí.
Corrí a buscarla. La encontré pálida, tendida en una cama, cubierta con una frazada verde. Su madre estaba sentada en un sillón, y al verme se levantó y salió.
—Los dejo, solos —dijo.
Camila me miró a los ojos y comenzó a llorar.
—Mi bebito —dijo sollozando—, perdí a mi bebito.
Intenté acercarme, pero cuando estaba a unos centímetros de abrazarla estiró un brazo y me separó con violencia.
—No quiero volverte a ver. Ya no hay nada que nos una.
Intenté decir algo, pero ella me calló.
—¿Vas a discutir conmigo en el estado en que estoy? Vete, estoy muy débil.
Camila cerró los ojos y un instante después se durmió. Yo me asusté. Llamé a su mamá y ésta a la enfermera. Un segundo después la enfermera constató que sólo dormía.
Por la noche, mi madre llamó a mi departamento. Eran las once y media y me esperaba en su casa para cenar. Volví a recordar que era Navidad. No le había comprado nada. Tomé una mesa de centro de la sala y la llevé a mi auto. También cogí una botella de whisky del bar, pensé que con ella mi hermana podría invitar a algunos de sus amigos.
Volví a ver a Camila dos meses después, nos citamos por la tarde en el Solari. Fue dura conmigo.
—Ahora te será difícil olvidar una fecha.
—¿Cuál? —pregunté.
—El día en que murió tu hijo.
Luego de decir eso se puso a llorar. Me odiaba, lo sentí claramente. Me pidió que no la volviera a buscar. Y me dijo que dentro de ella no quedaba nada para mí. Insistir me pareció inútil. Intenté irme del lugar pero mi cuerpo no me respondía. Quería oler su perfume a jazmín, verla vestida de jeans y camisas a cuadros, abrazarla, salir con ella a gritar en los puentes de la Vía Expresa que nos amábamos, como antes, volver a emborracharnos en la cantina más truculenta de Lince, bajarle nuevamente la llanta del auto a uno de los directivos del canal que le caía pésimo. Quería ser su compinche otra vez. Pero ella no lo quería.
Fue Camila la primera que se puso de pie. Aún intenté tomarla de la mano. Pero ella se zafó con furia. Sólo entonces lloré. Por un segundo se enterneció. Me abrazó. Le dije que no había manera de que yo me perdonara por lo que había hecho, y ella dijo:
—Lo sé, no tienes perdón.
Entonces, cuando se estaba yendo, yo dije.
—Dentro de tres años iré una hora antes de Navidad a atar un pañuelo en tu ventana. Y si sales y me das un beso sabré que ya no me odias.
—No lo recordarás —dijo ella—, seguramente no lo recordarás.
Camila se equivocó. Lo recordé, es cierto, fue a última hora, pero lo recordé.
Salí de la tienda después de comprar el pañuelo y me dirigí hacia su casa. Durante todos estos años, Iris, su prima, la que me la presentó, me había informado de la vida de Camila. Por Iris supe que mi niña se había casado. También que tenía un bebé, que continuaba trabajando en la televisión, y que pasaría la Navidad con sus padres.
Cuando llegué a la esquina de su casa, dudé. Detuve al auto y estuve tentado de irme. Miré mi reloj. Faltaban cinco minutos para las once. Tenía que decidirme. Bajé del auto. Volví. Todo me pareció una tontería. Quizá ella no tenía ya ningún sentimiento por mí. La imaginé saliendo por la mañana, con un vaso de chocolate tibio en la mano y, al ver ese pañuelo atado a las barras de su ventana, sonreír, desatarlo y tirarlo a la basura.
Cuando faltaba un minuto para las once, me decidí. Corrí hacia la ventana y até el pañuelo o más rápido que pude, sentía un poco de vergüenza, de miedo, de pudor. Sólo cuando terminé, alcé la mirada y entonces, a través del vidrio de la ventana vi a un niño que movía los dedos para saludarme. Un par de manos de mujer lo sujetaban por debajo de las axilas y lo suspendían en el aire. El niño descendió unos centímetros y detrás de él apareció el rostro de Camila, con una de sus más tiernas sonrisas, una que se parecía mucho a la de una monja pidiendo limosna. Yo le sonreí con igual rostro de limosnero. Mi corazón dio un brinco. Ella dejó al niño sobre el piso y me hizo una señal. Leí sus labios. Había dicho: espérame.
La vi acercarse a un gran árbol de Navidad y sacar de entre las ramas un paquete. Luego salió por una puerta y unos instantes después estaba a mi lado. Quise decir algo pero ella me selló los labios con sus dedos.
—Cualquier cosa que digas será tonto —dijo.
Tenía razón.
Me entregó el paquete. Había una tarjeta con mi nombre.
—Feliz Navidad —dijo— ábrelo.
Lo hice. Era una pequeña agenda electrónica.
—He anotado el cumpleaños de tu madre y de tu hermana, también el tuyo por si acaso. Y el mío para que me envíes regalos. Ni siquiera tienes que hacer nada. La máquina habla cuando llega el día indicado y a cada hora dice algo como: Hoy cumple años su mamá. Lo dice en inglés, pero tú sabes inglés así que no hay problema.
Yo estaba a punto de llorar de emoción, de ternura, de felicidad.
—Yo sólo te compré un pañuelo —dije compungido y mi garganta me traicionó.
—Tonto, es un hermoso regalo —dijo y también su garganta la traicionó.
—Creo que debo irme —dije.
Me di la vuelta pero ella me tocó el hombro. La miré una vez más y entonces se aproximó a mí. Volví a oler su perfume, su aliento a jazmín. Me dio un beso en los labios, delicadamente, y luego se marchó.
Cuando subí al auto, me sequé un par de lágrimas que habían corrido por mis mejillas. Encendí el auto y me marché.
En el trayecto me llevé una mano a la frente y recordé que una vez más no había comprado regalos para mi madre. Pensé de inmediato en unas lámparas que tenía en mi departamento y que a ella le habían gustado mucho. Enrumbé hacia mi casa para recogerlas y llevárselas. A mi hermana le podía hacer un cheque. No es que ella lo necesitara, le iba bien en su trabajo, pero desde que me convertí en su padre postizo, darle dinero se había convertido en un detalle tierno.
Al menos eso es lo que ella, que es muy inteligente, me ha hecho creer.